Como en los viejos vinilos que marcaban el surco de la tradición, la guitarra necesita volver a girar sobre sí misma para seguir siendo jonda. Anhela soledad, melodía y, ay viejos maestros, dolor en las yemas de los dedos. La duquela de fruncir el ceño para que no se escape el ligadillo. La queja silenciosa de un picado que se fuga de las manos para embellecer, pese al contratiempo, la verdad de una cultura tan honda que casi todos se quedan en la superficie. Por eso Pedro Sierra necesitaba meterle el pulgar a la bulería cartujana y que el Bobote lo jaleara. Para izar la bandera de su jondura retorciéndose entre falsetas con aroma antiguo y dedos de vanguardia. Lejos de los acordes coloraos. En las mismas entrañas de la herencia histórica. Rememorando a Ricardo en los fandangos naturales que van buscando el origen choquero con la rabia del Niño Miguel. Con la amargura dulce de la soleá por bulerías de toda la vida, por medio y mordiendo. Con la humedad del pozo en el que suena la rondeña si es lo que tiene que ser, reventándola a compás en el bordón montoyero. Con un bailaor de talle alto bailando en los ensueños de un zapateado hecho a ley, pero nuevo. Con un chupito de ron cubano en este viaje de vuelta que Sierra propone al meollo de la guajira. Con cañaíllas y bocas de San Fernando por cantiñas de luz bicentenaria. Y viva el toque verdadero. El que duele. El que huele a palosanto. Viva el aire de la fragua en la que se amartilla el compás lento. Y viva el tiento que hay que tener para terminar por tientos.
Ole la resurrección de la guitarra a pelo. Sin combos ni cantes baratos. Un tío, las eneas y una bajañí. Pedro Sierra y una guitarra. La guitarra flamenca pura. La única guitarra que puede pasar a la historia.